Tango, milonga, lunfardo y sentimiento criollo
Un día como hoy pero de 1911 nacía Leonel Edmundo Rivero, guitarrista, cantor y compositor de tango que rompió con el molde de los intérpretes por su voz, su repertorio y su estilo.
Nació en Valentín Alsina. Hijo de Máximo Aníbal Rivero, jefe de esa estación ferroviaria y de Juana Duró, ama de casa. El padre fue trasladado a la estación de Moquehuá, provincia de Buenos Aires y allí partió toda la familia. Lamentablemente, Edmundo, padeció de una enfermedad cuyo origen no pudieron descubrir en el pueblo y volvieron a Buenos Aires, donde lograron tratar el mal y curarlo.
Se aquerenciaron en el barrio de Saavedra, único con acta de fundación en la ciudad; en la casa de los abuelos, Avenida del Tejar y Manuela Pedraza. Luego se mudarían varias veces pero siempre dentro de Saavedra. Era un barrio lindero con la provincia, descampado y marginal. A principios del siglo XX aparecieron almacenes, fondas y pulperías. En los alrededores del actual puente Saavedra se instalaron casas de juego clandestino y prostíbulos.
Edmundo escuchaba cantar a sus padres en su casa. Todos los días entonaban valses, zambas, vidalas. Un tío paterno, aficionado al tango y a los encuentros de poetas y cantantes, lo inició en el mundo de la guitara. Otro tío materno, en el de la literatura: Espronceda, Almafuerte, Lugones, Edgar Allan Poe. Una escuela ecléctica. Mientras tanto, cursaba la primaria en el Colegio Molinari donde cantó por primera vez algunos versos del Martín Fierro.
Pero sus tardes por las calles del barrio lo llevaron a descubrir otro insumo cultural: el lunfardo. Lenguaje secreto que aprendió a descifrar en un “aguantadero” habitado por un ladrón y su ayudante, cuyo trabajo era el de guardaespaldas y lector de los Códigos Penal y de Procedimiento. Un reaseguro legal por si las cosas salían mal. Además, comenzó a cantar en los bodegones del barrio donde paraban payadores y carreros. Su centro de operaciones, “El cajón”, cerca del puente Saavedra.
No se quedó en el aprendizaje callejero. Ingresó en el Conservatorio Nacional de Música a estudiar canto y guitarra clásica. En 1932 hizo la “colimba” en el Regimiento de Granaderos a Caballos “General San Martín”, cuyo uniforme vistió, luego, en innumerables ocasiones. Una vez cumplido el servicio militar, retornó a los boliches y escenarios, musicalizó escenas de películas mudas en un cine del barrio La Mosca, en Avellaneda y cantó en recreos de la costa de Quilmes.
Todavía no cantaba tangos sino milongas, sureñas, vidalas, estilos. Simultáneamente, se encontraba con la música de Schubert, Beethoven o Rossini en sus clases del conservatorio. Fue guitarrista ocasional de cantantes como Nely Omar, Francisco Amor, el binomio Ocampo-Flores. En 1934 formó dúo con su hermana Eva y debutó en Radio Cultura. Interpretaban música española y clásica. Al año siguiente fue convocado por José de Caro para cantar en la orquesta de su hermano Julio y actuar en los carnavales. Luego cantó en las orquestas de Emilio Orlando y Humberto Canaro.
Pero la plata escaseaba. Tomó la decisión de buscar un trabajo fijo e ingresó en el Servicio Administrativo del Arsenal de Guerra. Se quedó cinco años. Hasta que el propietario de la revista Sintonía y la radio La voz del aire le propuso cantar en un programa. Allí cambió su destino. El día del debut en la radio lo llamó Carmen Duval, la mujer de Horacio Salgán. Fue el comienzo de una combinación musical resistida pero resistente. Las orquestaciones de Salgán eran audaces y el registro de bajo de Edmundo Rivero era insólita para la época.
La testarudez y calidad del conjunto vencieron las resistencias. Su refugio diario fue el Jardín de Flores, en la calle Rivadavia. Tres años decisivos. Sus oyentes crecieron a paso firme pero se terminaba el contrato. Antes, cayó Aníbal Troilo. Lo escuchó y le propuso ser cantor de su orquesta.
Fue otro salto. Pinta rara para cantor de tango. Cara angulosa, manos gigantes, voz de bajo (cuando la moda era la de tenor), letras con expresiones lunfardas cuando arreciaban las letras románticas. Pero prevalecieron su presencia, su dicción clara, la pulcritud en esa voz cavernosa y un repertorio imbatible: “El último organito”, “Yo te bendigo”, “Sur”, “Cafetín de Buenos Aires”, “La viajera perdida”, “Tapera”, “Yira, yira”, “Mi noche triste”. Nació “El feo que canta lindo”. Otros tres años imperdibles.
En 1950 abandonó la orquesta de Pichuco y comenzó su periplo en Radio Belgrano como cantor solista. Según él, allí comenzó su carrera. Cantó por todo el país, en América Latina, Nueva York, Los Ángeles, Europa y Japón. Una curiosidad. En tierras niponas existía una sociedad llamada “Suivi Kai” (la reunión de los miércoles) que aglutinaba a 20 millones de fanáticos del tango; estudiaban castellano una hora por semana, discutían sobre el estilo de los intérpretes y eran seguidores de sus trayectorias.
También apareció el compositor y letrista que nos dio: “Aguja brava”, “Calle Cabildo”, “Cuarteta para un ahorcado”, “Línea Nº 9”, “Desde la cana”, “Falsía”, “Pa’l nene”, “Soneto a un malevo que no leyó a Borges”, “Todavía no”, “Tres puntos”, “Bronca”, entre otras.
Y explotó una arista común de la época, hoy acertadamente cuestionable: algunas letras misóginas que venían adosadas a ese tango duro, de bajo fondo. Mezcla de celos exagerados, imposición de una falsa masculinidad y recorridos desesperados.
En 1965 cantó las milongas compuestas por Jorge Luis Borges con música de Astor Piazzolla. Un trío de lujo para los tangueros no ortodoxos. Un disco exquisito titulado Piazzolla-Borges, el tango que contiene “Jacinto Chiclana”, “El títere”, “A don Nicanor Paredes”, “El hombre de la esquina rosada”. En 1969 se dio el gusto de anclar en Buenos Aires un bodegón con intimidad para degustar tangos, milongas y canciones camperas: “El viejo Almacén”, epicentro de música ciudadana. Farol en la puerta, calle empedrada, aire cercano del río, humo, luz escasa, silencio ante el cantor y sonidos amigos.
Se hizo el tiempo para escribir su autobiografía, Luz de almacén y un homenaje: Las voces, Gardel y el canto, un estudiado análisis y comparación de las grabaciones del Zorzal criollo con los grandes cantantes de ópera y sus notables similitudes.
Fue un estudioso serial del lunfardo escrito y el de los signos. El que conoció en los studs de Bajo Belgrano, los ranchos, las guaridas, los boliches. El que se modifica permanentemente para adaptarse a los cambios y para no ser descubierto. No, el idioma “reo” que habla el laburante, el pibe de la calle o se masculla en el conventillo. Sino el lenguaje secreto, que no debe ser comprendido por el común de los mortales, el que viaja, el que cambia antes de ser descubierto.
Un personaje arrabalero y culto, una voz distintiva, un descubridor de los márgenes y traductor de sus complejidades hechas canción, un estudioso consuetudinario. Vecino de Saavedra e hincha del “Calamar”.
Salú Feo!! Por tu voz inconfundible, por tu lunfardo sin rebusques, por tus manos en cruz cuando el tango se hacía canción universal. Otro integrante de nuestra popular imaginaria.
Ruben Ruiz
Secretario General