Fina ironía para retratar el lado oscuro de Nueva York
Un día como hoy pero de 1967 se despedía Dorothy Rothschild, cuentista, dramaturga, poeta, crítica teatral y literaria, guionista y humorista estadounidense; quizá la más precisa reveladora de los aspectos más cotidianos y menos conocidos de la vida urbana en los EE UU de principios del siglo XX, especialmente de su ciudad: Nueva York.
Nació en 1893 en Nueva Jersey pero al mes ya habitaba en el barrio neoyorquino de Upper West Side, Manhattan. Hija de Jacob Henry Rothschild, un comerciante judío propietario de una pequeña fábrica de ropa de hombre, alejado de la ortodoxia religiosa, y de Eliza Annie Marston, una mujer protestante que falleció cuando Dorothy tenía cinco años.
Posteriormente su padre se casó con una mujer católica extremadamente religiosa que impuso a la pequeña cursar estudios en calidad de pupila en el Colegio del convento del Santísimo Sacramento. Esa insistencia enfermiza por parte de la madrastra y su experiencia poco edificante en el establecimiento educativo crearon un rechazo frontal a la fe religiosa que la acompañó toda su vida.
En 1913 su padre también falleció y Dorothy comenzó a trabajar tocando el piano en diferentes academias de baile para poder sobrevivir. Tres años más tarde terminó su educación formal. Era una lectora voraz y una persistente exploradora de potenciales trabajos. Envió unos poemas a diversas revistas y, una de ellas, Vanity Fair, aceptó “Any Porch”, una sátira a los discursos de ocasión de las mujeres ricas de la ciudad. Comenzó a trabajar como asistente. Al año siguiente, fue contrata por la revista Vogue como asistente editorial y para escribir los epígrafes de fotos de ropa femenina.
Había encontrado una profesión.
En 1917 se casó con el bróker de Wall Street Edwin Parker II que, una semana después, fue convocado por el ejército para pelear en la Primera Guerra Mundial. En 1919 ya era una crítica teatral consolidada, pero sus ácidas columnas implicaron su despido de Vanity Fair. Ese hecho afianzó la necesidad de dedicarse a la escritura independiente. Por otra parte, al volver de la guerra su esposo se había develado alcohólico y morfinómano. Su matrimonio empeoraba y finalmente, se divorció pero adoptó dos cosas: el apellido de su ex marido y su tendencia a las bebidas alcohólicas.
En 1920 se había convertido en la principal participante de la tertulia que reunía en el hotel Algonquín (nombre del pueblo originario que habitó la actual Nueva York) a escritores, críticos, periodistas y actores, y que se conoció como “La mesa redonda del Algonquín”. En los diez años que duró, participaron el periodista Franklin Pierce Adams, el actor Robert Benchley, el columnista deportivo Heywood Broun, el dramaturgo Marc Connelly, la feminista Ruth Hale, el dramaturgo George S. Kaufman, el productor de Broadway Brock Pemberton, el editor Harold Ross, el escritor Robert E. Sherwood, el publicista John Peter Toohey, el crítico Alexander Woollcott, las actrices Tallulah Bankhead, Margalo Gillmore y Peggy Wood, la escritora Alice Duer Miller, la ilustradora Neysa McMein, los humoristas Harpo Marx y Frank Sullivan, entre otros. Fue una usina de ironía y debate de temas de actualidad muy popular en Nueva York.
Continuaba sin trabajo regular. Sobrevivía de sus ahorros y de la publicación de pequeños poemas y alguna obra de teatro. En 1922 tuvo un breve romance con Charlie McArthur que terminó con un aborto y un intento de suicidio. A los dos años tuvo un nuevo intento de suicidio y registró que su sufrimiento sería más prolongado que lo supuesto. En 1925 tuvo un año de introspección y trabajo arduo. Compuso 90 poemas y publicó Suficiente cuerda, versos descriptivos de los bares clandestinos durante la hipócrita ley seca, aventuras amorosas arriesgadas y condenadas al fracaso, mujeres autosuficientes y atrevidas en una sociedad que las quería sumisas.
Ese año comenzó a trabajar en el periódico The New Yorker; su exitosa columna fue “Lector constante”. Sus poemas irónicos y sus relatos cortos para describir la época posterior a la Primera Guerra Mundial, la ley seca y la Gran Depresión fueron certeros y cercanos. Por un rato ordenó su vida amorosa en compañía de Seward Collins, director de la revista literaria The Bookman. En 1928 publicó su segundo libro de poemas: Sunset gun, relaciones no correspondidas con alta tasa de reincidencia, altibajos sentimentales, búsqueda de amores simples y consecuencias complejas en una ciudad que no se detenía en esos detalles. Fino humor para retratar la desesperación y la esperanza.
Su compromiso político comenzó en las protestas por el proceso a Sacco y Vanzetti. Participó de las manifestaciones en Boston contra sus sentencias de muerte junto a la periodista Ruth Hale y el escritor John Dos Passos, y fue arrestada unos días. En 1930 apareció una recopilación de cuentos: Lamentos por los vivos, en la que sobresalió «La rubia imponente», relato descarnado de la vida de Hazel Morse, rubia pobre y hermosa que perseguía un amor duradero pero se topaba una y otra vez con relaciones pasajeras que la definían y la deslizaban por el camino del alcohol para soportar el sufrimiento cotidiano. En 1931 publicó su tercer libro de poemas, Muerte e impuestos, y posteriormente una serie de relatos, Después de semejantes placeres.
En 1934 se casó con el actor y activista Alan Campbell con quien se mudó a Hollywood. Se convirtió en una guionista prestigiosa y buscada. Ganó dos premios Oscar al mejor guion en Nace una estrella y Una mujer destruida. Al mismo tiempo, tuvo una incesante participación gremial y política. Fue cofundadora del Sindicato de Guionistas, de la Liga Antinazi -que solo en Hollywood llegó a tener 4000 miembros- y formó parte de campañas contra la discriminación racial en el sur de los Estados Unidos. En 1937 viajó a España y fue corresponsal de guerra en las filas republicanas; realizó transmisiones radiales desde Radio Madrid, financió el documental Tierra de España que sirvió para popularizar el drama de la guerra civil y escribió un famoso cuento corto publicado por The New Yorker: Soldados de la República, melancólico relato del final de esa guerra que fue un atroz experimento anticipatorio del siguiente enfrentamiento bélico mundial.
El FBI le abrió un prontuario y le negaron ser corresponsal en la Segunda Guerra Mundial. El 1951 cayó en la telaraña del Comité de Actividades Antiamericanas, dirigido por el barrabrava y senador Joseph McCarthy. Fue acusada de comunista, traidora a la nación y elemento peligroso. Su sarcasmo y firmeza enfurecieron a los acusadores. No se amilanó, se negó a incriminarse y a dar nombres de supuestos camaradas. Pero tuvo sus consecuencias. Ingresó a la “lista negra de Hollywood”, ya no fue contratada por las empresas cinematográficas y editoriales, y durante 25 años el FBI se presentó en todas sus actividades literarias o políticas. Solo pudo escribir pequeñas reseñas en Esquire.
Frases que la pintaron de cuerpo entero: “La cura para el aburrimiento es la curiosidad. No existe cura para la curiosidad”, “Cualquier mujer que aspire a comportarse como un hombre seguro carece de ambición”, “Si quieres saber lo que tu dios piensa del dinero, nada más tienes que mirar a quién se lo da”, “Lo primero que hago por la mañana es lavarme los dientes y afilar la lengua”.
Mordaz, feminista en una sociedad racista y misógina, revulsiva, pluma de precisión quirúrgica para develar la incomunicación cotidiana, la infidelidad masculina, los mecanismos femeninos para usar socialmente a algunos hombres, la hipocresía de las instituciones, el peso de los tabúes sociales.
Salú Dorothy! Por tu escritura filosa, por desnudar con ironía la vida de los poderosos y sus ansias de imponer sus reglas al resto, por tu compromiso público con los débiles y por tu pública imperfección.
Ruben Ruiz
Secretario General