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Efemérides 11 de Julio – Aníbal Troilo

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Pichuco, el bandoneón mayor de Buenos Aires

Un día como hoy pero de 1914 nacía Aníbal Carmelo Troilo, bandoneonista, compositor y director de orquesta que perfeccionó la composición tanguera y llevó los acordes del suburbio y el barrio al centro porteño con un stop en el Teatro Colón.
Nació en el barrio del Abasto. Hijo de Felisa Bagnoli, descendiente de italianos de Campobasso y de Aníbal Troilo, de la zona de Chieti, cerca de Pescara. Pichuco quedó huérfano de padre a los ocho años y se mudó con su familia a una casa de Soler y Gallo. Era un asiduo concurrente “de vereda” a escuchar a los músicos de los bares del barrio. Su primer encuentro cercano con un bandoneón fue a los nueve años en un picnic que organizaba la sociedad “La Fanfarria” en el Hipódromo Nacional (actual estadio de River Plate). Quedó prendado. Cuando los músicos fueron a comer un asado, él puso el bandoneón en sus piernas y se generó el embrujo que marcaría su destino.
A los 10 años su insistencia tuvo éxito. Su madre compró el instrumento por $140 en diez cuotas. No lo terminó de pagar porque el dueño se murió a la cuarta cuota y nunca nadie reclamó. A los 11 años hizo su debut en el cine Petit Colón, de Córdoba y Laprida; después tocó como acompañante de una orquesta de señoritas y a los 14 años formó su primer quinteto. Simultáneamente, despuntaba el vicio del futbol; era un buen centrojás que vestía las camisetas del Regional Palermo y San Salvador y se hacía un tiempo para tomar clases de bandoneón con el maestro Juan Amendolaro.
En 1930 comenzó a jugar en la primera división del tango. Formó parte del sexteto del violinista Elvino Vardaro, con Osvaldo Pugliese en el piano, Pichuco y Miguel Jurado (después reemplazado por Ciriaco Ortiz) en bandoneones, Alfredo Gobbi en segundo violín y Luis Addesso en contrabajo. En ese momento decidió abandonar los estudios que cursaba en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini. Había llegado a tercer año.
Luego deambuló por las orquestas de Pacho Maglio, Julio de Caro, Juan D’Arienzo, Ángel D’Agostino y Juan Carlos Cobián. Hasta que en 1937 el dueño de Marabú, la boite mayor de Buenos Aires, le pidió que formara una orquesta. El 1º de julio debutó con su formación, cuyo cantor era su gran amigo Francisco Fiorentino, y tembló el centro porteño. Allí conoció al amor de su vida, la griega Ida Dudui Kalacci, Zita. Se casaron por civil al año siguiente, unos meses antes de la muerte de la madre de Pichuco, pero compartieron vivienda solo cuando doña Felisa murió. Formaron una pareja pasional, emblemática, turbulenta, escandalosa, divertida. Cada uno fue su otra mitad.
En esa época descollaban los cantores y las orquestas eran afiatadas pero se bailaba poco. Hasta que llegó Juan D’Arienzo y le impregnó a la orquesta un ritmo frenético que se traducía en el ritmo de los bailarines que abarrotaban los salones. Troilo mascullaba. Se encontraba entre ese ritmo magnético y el tango de salón de Osvaldo Fresedo. Sentía que el tango debía equilibrar las cargas. Y encontró una síntesis entre la orquesta y el cantor para que disfrutaran los bailarines. Surgió el compositor exquisito, el director que marcaba el estilo y el bandoneón insignia.
Fue la época de Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Raúl Berón y Ángel Cárdenas y “Total pa’ qué sirvo”, “Barrio de tango”, “Pa’ que bailen los muchachos”, “Acordándome de vos”, “Garúa”, “María”, “Tres y dos”, “Mi tango triste”, “Romance de Barrio”, “Sur”, “Che, bandoneón”, “La trampera”, “Discepolín”, “Responso”.
También del sólido respaldo del piano de Orlando Goñi, “El mariscal del tango”, que marcaba el tempo y decoraba la base de los temas con los graves imponentes. Y luego, la brillantez y la garra tanguera de otro pianista excepcional, José Basso. Por último, se consolidó la división del trabajo entre directores y arregladores. Aparecieron junto al maestro, Argentino Galván, Emilio Balcarce, Astor Piazzolla.
Una parada obligada fue su amistad con Julián Centeya que lo iba a buscar a su casa, le pedía que se hiciera del bandoneón y fuera con él a visitar a los presos. Su tournée era variada. La Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras, Caseros, Mercedes. Llegaban y desgranaban tangos, milongas y poesía lunfarda. Era el momento donde la bruma y el hastío se disipaba, donde el barrio volvía en sonidos y palabras reconocibles, donde el idioma era común y la música acariciaba el alma. Como les decía Julián: “Entre ustedes que están afuera y nosotros que estamos adentro (de la ley), vamos a chamuyarla un poco lunga”. Arrancaban arriba de una tarima y la tarde se transformaba.
Volviendo al tango. En 1953 formó un dúo con el guitarrista Roberto Grela y, juntos, volvieron al origen tanguero. Tocar “a la parrilla”, es decir, sin arreglos solo a base de ensayos, composiciones simples pero no obvias, sin piano ni violín; y cuando se transformó en cuarteto incorporaron guitarrón y contrabajo. “La cachila”, “La maleva”, “El abrojito”, “A Pedro Maffia”, “Mi refugio”, “Taconeando”, “Sobre el pucho”. Un lujo.
A finales de los ’50 y mediados de los ’60 abandonó paulatinamente el protagonismo como músico y privilegió su rol de director. Incorporó cantantes que marcarían estilos: Roberto Rufino, Roberto Goyeneche, Elba Berón, Tito Reyes y Nelly Vázquez. Y sería el momento de “La última curda” (con letra de Catulo Castillo), “Te llaman malevo”, “Y, a mí qué?”, “Desencuentro”, “Yo soy del treinta”, “Milonguero triste”, la excepcional “Nocturno a mi barrio”, “Milonga de La Parda”, “El último farol”.
Después resistió los embates del Club del Clan y el rock and roll desde Caño 14 con su cuarteto formado por Ubaldo de Lío en guitara, Osvaldo Berlingieri en piano (después reemplazado por José Colángelo) y Rafael Del Bagno en contrabajo. Sus últimas composiciones fueron “Fechoría”, “Una canción”, “La patraña”, Fujiyama” y “Tu penúltimo tango”, con letra de Horacio Ferrer.
Pichuco tuvo un diferencial que lo distinguió: siempre fue a más, sus composiciones crecieron hasta el final, su adaptabilidad a los sonidos de la ciudad y los gustos del oyente fueron notables, su raigambre tanguera no se debilitó a pesar de los cambios; parecía que la agudeza de su oído mejoraba con la edad y su olfato por el gusto popular se perfeccionaba.
Fraseo impecable, capacidad para ejecutar solos con extrema delicadeza y volumen bajo (como si te llamara para escucharlo), ejecución clara, ritmo llevador, armonía simple, belleza melódica, composiciones complejas pero de notable esencia tanguera.
El 18 de mayo de 1975 se despidió. Era una noche fría. La ciudad se iba paralizando a medida que se conocía la noticia. Los/as tangueros derramaron un lagrimón gigante. A nuestra música ciudadana se le hizo un “buco” enorme. Los bandoneones se entristecieron. Las orquestas hicieron un silencio respetuoso. Las milongas pusieron su crespón negro.
Nos dejó su sonrisa somnolienta y sus composiciones indelebles que nos siguen dando identidad.
Callejero empedernido, adicto al whisky, a las carreras de caballos, a la comida, a las sobremesas y a las escapadas, instintivo, cultor de las amistades blindadas, generoso (por demás, decía Zita), noble, buen tipo, sensible, socio número 814 de su amado Club Atlético River Plate, estudioso, alegre. Sin duda, un integrante destacado de nuestra popular imaginaria.
Salú Pichuco!!! Por darle vuelo a la música del barrio y del suburbio, por tu suavidad para encontrarle cabida a los cambios y seguir siendo tanguero, por codearte con el lunfardo y la academia sin despeinarte, por esa imagen con los ojos cerrados y la cara de costado tocando el bandoneón como nadie.

Ruben Ruiz
Secretario General 


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