Alma de barrio, pluma implacable, filigrana poética de los suburbios del mundo
Un día como hoy, pero de 1974 nos dejaba el poeta argentino de los puertos, los barrios y las revoluciones. Raúl González Tuñón.
Nació en una casa con dos patios de la calle Saavedra, frente al muro de un asilo, en el barrio del Once. Hijo de inmigrantes españoles, era el sexto de siete hermanos. Su abuelo materno, Manuel Tuñón, minero asturiano y socialista fue el primero en llevarlo a una manifestación y le sembró la semilla del compromiso social.
De adolescente, tuvo un mètier: caminar la ciudad. El cine Select, el bar y billar “El Buen Orden”, las zarzuelas del Teatro General San Martín donde conoció a Carlos de la Púa.
Mientras tanto, escribía en las mesas de las lecherías y en los bancos de las plazas. Caras y Caretas le publicó su primer poema cuando tenía 17 años: «A Frank Brown» (el payaso). En 1926, publicó su primer libro, El violín del diablo, un compendio de fondas, cafetines, cabarutes, marineros, prostitutas, ladrones y canallas de Buenos Aires.
Más tarde, comenzó a trabajar en el diario Crítica con Roberto Arlt, Borges, Nicolás Olivari y otros hasta que lo clausuraron. Participó de la revista “Martín Fierro” con Borges, Discépolo Oliverio Girondo, Leopoldo Marechal y Macedonio Fernández que fueron conocidos como el grupo Florida, enfrentados al grupo Boedo de Roberto Arlt, Leónidas Barletta y Álvaro Yunque. Sin embargo, él y su hermano fueron nexo permanente entre los dos grupos literarios. En eso, no se comportó como un argentino típico.
De sus viajes por el país nació, Miércoles de ceniza, una obra transgresora y contraria al relato oficial de la época. En el ’28 viajó a Francia con el dinero que ganó en un concurso literario y en el ’30 publicó en Paris La calle del agujero en la media, versos sueltos construidos con una significativa potencia que le dan identidad propia a los poemas, sumados a una sintaxis vanguardista y un compromiso inalterable.
Retornado a la Argentina, volvió a trabajar en la reapertura del diario Crítica y lo enviaron a cubrir la guerra en el Chaco Paraguayo. Allí vio la tragedia absurda del conflicto donde “…los soldaditos morían abrazados…”. Eran crónicas urgentes y dolorosas.
En 1934 escribió un poema en el que da vida a un personaje que se volverá popular y se transformará en canción y en película: Juancito Caminador, un prestidigitador que el poeta dijo haber conocido en un circo de la Patagonia y del que se hizo amigo porque tenía el mismo nombre que su marca de whisky preferida (Johnnie Walker).
En 1936 publicó La Rosa Blindada, inspirada en la sublevación de los mineros asturianos cuando el fascismo acechaba con sus acciones anticipatorias. Desde el nombre de su obra se transmite esa necesidad de no ser neutral ante la barbarie que avanza a la vista de todos/as, de involucrar a la cultura como un arma en las luchas sociales y políticas.
Ante la guerra civil española, se consideraba un republicano más. Así fue, que viajó a España como corresponsal de “La Nueva España” y relató esa tragedia que anticipó la Segunda Guerra Mundial. En 1939, viajó a Chile por quince días a ver a su amigo Pablo Neruda y se quedó cinco años. Fue uno de los fundadores del diario “El Siglo” en el que escribía dos columnas diarias.
Con el advenimiento del peronismo al poder, regresó a la Argentina y publicó su primer Canto Argentino, un relato coral de las luchas del pueblo argentino.
En el ’52 publicó Hay alguien que está esperando y en el ‘57 publicó La Luna con Gatillo y A la sombra de los barrios amados. En la década del ’60 publicó Demanda contra el olvido, Crónicas del país del nunca jamás, El rumbo de las islas perdidas y La veleta y la antena y más tarde El banco en la plaza. Obras en las que adquirió un mayor tono intimista que no restaron fuerza a su poética comprometida pero que la rodearon de nuevos elementos para resignificar esa síntesis entre el lenguaje del arte y el de la vida cotidiana.
En la noche del 13 de agosto escribió su último poema en homenaje a Víctor Jara, el cantor asesinado por la dictadura chilena. El 14, a la hora de la siesta, se despidió.
Escribió sobre muchas ciudades del mundo, pero nunca se olvidó del cementerio de tranvías de Loria y Carlos Calvo, del misterio del Parque Lezama, del salón de baile “La Argentina”, de la calesita de Floresta, de la plazoleta de jubilados de Constitución, de la fogata de San Juan.
Describió como pocos el mundo orillero, los bajos fondos, a los marineros, payasos, prostitutas, borrachos, muñecos de trapo, fondas y cafés, personajes solitarios, ladrones. De esos ladrones imperdonables, arrinconados en vidas miserables, desesperados pero que respetaban códigos no escritos. No como hoy.
“Los ladrones usan gorra gris, bufanda oscura y camiseta a rayas.
Algunos llevan una linterna sorda en el bolsillo.
Por otra parte, se enamoran de robustas muchachas, coleccionan tarjetas postales
y a veces
lucen un tatuaje en el brazo izquierdo, una flor, un barco y un nombre: Rosita.
Todos los ladrones están enamorados de Rosita y yo también.
Los ladrones saben silbar, bajarse de los coches en movimiento y bailar el vals.
Aman sobre todo a la madre anciana y cuando ésta se les muere
cantan un tango, lloran desconsoladamente
y de los objetos dejados por la muerta, a repartirse entre los hermanos,
eligen una virgen de plata y el canario”.
Salú, Raúl!! Por tu convoy de personajes que todos conocimos alguna vez en el barrio, por tu descripción de los suburbios recónditos del planeta, por tus versos que destilan calle, por tu impronta de reportero universal, por tus ganas de cambiar el mundo.
Ruben Ruiz
Secretario General