Día Internacional por la Eliminación de la Discriminación Racial
En el día de hoy se celebra el Día Internacional por la Eliminación de la Discriminación Racial, fecha adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en recuerdo de la Masacre de Sharpeville perpetrada por el gobierno racista blanco de Sudáfrica en 1960, donde murieron 69 hombres, mujeres y niños y hubo un total de 180 heridos/as.
Ese día más de 20.000 personas marcharon pacíficamente contra la “ley de pases”, mecanismo por el cual la gente negra e india estaba obligadas a llevar un documento que limitaba su acceso a las zonas reservadas a los blancos y en el que debía constar si tenía o no permiso para movilizarse fuera de su lugar de residencia.
La matanza frente a personas desarmadas fue demencial. El repudio global inmediato. El comienzo de la lucha armada indetenible. Fue un punto de no retorno para los pueblos solidarios del mundo y un freno a la hipocresía sistemática de los poderosos que hacían la “vista gorda” y privilegiaban sus intereses económicos y políticos por sobre la vida.
Nueve días después el gobierno declaró el estado de sitio, encarceló a 11.727 personas y prohibió al Congreso Nacional Africano (CNA) y al Congreso Panafricanista de Azania (PAC, su sigla en inglés) que obligó a miles de personas a vivir en la clandestinidad o en el exilio.
No obstante, la historia de la discriminación racial en Occidente viene de lejos.
Ya en la Antigüedad se encuentran ciertos rasgos de racismo camuflados expuestos en el determinismo medioambiental: a los asiáticos que habitaban regiones con un clima cálido y meridional, se los consideraba indolentes y pacíficos pero inteligentes, mientras que a los europeos, que vivían en un clima frío y septentrional, se los catalogaba como valientes y belicosos, pero faltos de inteligencia. Aristóteles fue más allá: dado que los griegos vivían en un clima ideal y combinaban cualidades de europeos y asiáticos estaban capacitados para gobernar a la humanidad. Finalmente el desarrollo de esta hipótesis lo llevó a justificar la esclavitud y nominarla como natural y justa.
En la Edad Media, el cristianismo convertido en religión oficial estableció la idea de universalismo por el cual su religión era la verdadera para toda la humanidad. La división ya no fue entre romanos y bárbaros. Ahora las categorías eran los “bautizados” y los “paganos”. Se agregaron los “herejes” a quienes debían perseguir por poner en peligro al conjunto de la comunidad, entre los que se encontraban los judíos que como provenían del riñón de la religión cristiana eran “tolerados” pero que sufrieron diversos pogromos, especialmente a partir del siglo XIV.
Con anterioridad, en el siglo III, el padre de la Iglesia Orígenes con asiento en Alejandría, tomó el relato bíblico sobre la “maldición de Cam” y le incorporó el prejuicio racial. Afirmó que los hijos de Cam estaban dedicados a una vida degradante marcada por la oscuridad espiritual y asoció la descendencia de los etíopes a los negros. Un argumento que también fue adoptado por el islam medieval. Esas ideas se expandieron en el imaginario colectivo y derivó en un proceso de identificación de los negros con la esclavitud y fue un aliciente para la “trata árabe” de esclavos africanos. Los blancos no necesitaron esa justificación, les alcanzó con su avaricia.
La monarquía hispánica impuso sus propios instrumentos de discriminación racial: los estatutos de limpieza de sangre. El primero se aprobó en 1449 en Toledo. Su objetivo: la comunidad judía a quienes consideraban incapaces de cambiar a pesar de ser conversos dado que los fluidos, especialmente la sangre, transmitían de padres a hijos/as cualidades morales insalvables. A partir de 1480 la encargada de consumar esa aberración fue la Inquisición. Estos instrumentos permitieron también la prevalencia de los llamados “cristianos viejos” en los cargos gobernantes, “dignidades” y su consolidación en el ascenso social existente en la época.
Su réplica en América vino de la mano de la división entre “peninsulares” y “criollos”, en la que la demostración de ausencia de ascendiente indio o africano era relevante para la dominación social. Apareció en la práctica un sistema de castas, sostén de una política de segregación que impedía ocupar cargos públicos, ingresar a las corporaciones municipales u órdenes religiosas, la matriculación en colegios y universidades y hasta la afiliación a muchos gremios y cofradías. El mestizaje inevitable e indómito dinamitó las bases de esta concepción hasta su colapso.
En el siglo XVI apareció en el reino de Francia un nuevo concepto de raza vinculado a un supuesto linaje indispensable para pertenecer a la nobleza y legitimar así a la sociedad feudal y sus privilegios. La nobleza derivaba de una cuestión natural, de carácter universal e independiente de tiempo y espacio. Surgían los nobles y los plebeyos en la historia occidental.
Poco a poco comenzó un proceso de racialización de las sociedades europeas y sus colonias. Se consolidó la “trata atlántica”. Millones de africanos negros fueron arrancados de su tierra natal y esclavizados. Esa racialización llevó a emparentar los conceptos de raza y color. Fue su nefasto fundamento junto a la acumulación económica y el uso de la fuerza de trabajo humana. Los religiosos acuñaron la doctrina creacionista y le siguieron filósofos, médicos, naturalistas y eruditos en su afán por justificar los injustificable: el trato a las personas y su dominación según su color de piel.
Posteriormente, Immanuel Kant clasificó a la humanidad según cuatro razas: blanca, amarilla, negra y roja (Definición de la raza humana) y más tarde estableció jerarquías entre ellas (Geografía política). A mediados del siglo XIX, Arthur de Gobineau le dio un marco teórico al racismo moderno con su obra Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas.
De la mano del colonialismo, el racismo europeo perfeccionó esa aciaga teoría y recurrió a la ciencia, especialmente la biología, para reivindicar la supuesta superioridad de algunas etnias (germanos, anglosajones, celtas) y la necesidad de ser gobernantes globales. Sus apuestas seudo científicas fueron el poligenismo (teoría que enarbola la existencia de diferentes linajes para las razas) y la antropometría (ciencia que estudia dimensiones y medidas humanas para valorar los cambios físicos y establecer diferencias entre los grupos humanos).
Este modelo se replicó en EE UU para imponer la dominación anglosajona, en Japón para invadir China, Corea y otros pueblos, en Australia para enfrentar la inmigración asiática y en América Latina para arrasar con los pueblos originarios o reducir el “factor negro”. La esclavitud, la segregación racial y otras formas de explotación fueron sus rasgos distintivos.
El siglo XX despertó con la eugenesia (teoría que defiende la mejora de los rasgos hereditarios humanos mediante intervenciones manipuladas y métodos selectivos). Su trágica derivación fue el nazismo y sus consecuencias concretas no necesitan enumeración. Tras la Segunda Guerra Mundial, el concepto de raza fue cuestionado y rechazado pero en la práctica todavía subsiste y genera daños evidentes.
Las políticas de exterminio, el holocausto, la segregación racial, el apartheid en Sudáfrica, el dilema palestino, kurdo, uigur y de numerosas minorías, el racismo cultural, el acorralamiento económico y territorial de millones de seres humanos, las respuestas nefastas de gobiernos poderosos ante el fenómeno de los refugiados/as, la violencia policial contra miles de personas por su color de piel o sus costumbres, la reaparición de fenómenos xenófobos y de las teorías supremacistas fueron rasgos que caracterizaron a ese siglo y continúan siendo elementos inhumanos con los cuales convivimos y nos conducen a un camino sin final feliz.
Enfrentarlos cotidianamente y derrotarlos será un signo de salud mental y de dignidad colectiva directamente ligadas a la supervivencia de la humanidad. Aunque todavía sea difícil.
Ruben Ruiz
Secretario General