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Efemérides 12 de Diciembre – Andrés Rivera

Andrés Rivera
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Obrero de la literatura que reescribió una parte de la historia argentina que nos contaron

Un día como hoy pero de 1928 nacía Marcos Ribak Schatz, obrero textil, escritor periodista y corrector argentino que le dio una nueva voz a nuestros personajes históricos y a los trabajadores/as del conurbano y lo mixturó con la ficción familiar de manera magistral.
Nació en Buenos Aires, más precisamente en el Hospital Durand. Hijo de Zulema Schatz, ucraniana nacida en Proskurov (hoy Jmelnitsky) que sobrevivió a un progom en su ciudad natal y huyó de la guerra, y de Moisés Rybak, polaco nacido en el seno de una familia judía del pueblo de Lomza que decidió abandonar la religión y su pueblo y luego huyó de Polonia, donde era perseguido por comunista. Zulema, obrera de una fábrica de caramelos y Moisés obrero calificado del vestido y dirigente sindical, se conocieron en Buenos Aires, comenzaron a convivir y al año tuvieron a Marcos (el futuro Andrés Rivera).
La familia vivía en un conventillo de Villa Crespo con baño y cocina compartida. Durante su infancia fue un niño con problemas de salud. Su madre lo envió a una colonia de vacaciones para chicos débiles en Necochea. Sus compañeros eran chicos huérfanos o hijos de policías muertos en tiroteos: muy receptivos a la prédica católica. Mientras el cuidado estuvo a cargo de las celadoras el trato fue duro pero llevadero. Cuando se hicieron cargo las monjas la cuestión cambió. Su condición de judío dificultó la convivencia. Dejó de ir a la colonia. Fue su primer encuentro con el antisemitismo explícito. Por otra parte, su familia estaba enfrentado a la ortodoxia judía. No eran creyentes y, mucho menos, permitieron los ritos como la circuncisión (extirpación total o parcial del prepucio). Infancia tirante y tiempos duros.
Su aproximación a la literatura fue gracias a sus tíos: lectores y cinéfilos. También parroquianos del café “La pura” en Malabia y Corrientes donde reinaban el ajedrez y los naipes. Se curtió con Julio Verne, Emilio Salgari, Roberto Arlt, los clásicos, William Falkner, Víctor Hugo, John Dos Passos. No solo leyó. Aprendió a leer de una forma particular: identificarse con lo que leía. Mientras tanto, en su casa reinaban los ritos de la clandestinidad por la militancia sindical y política de su padre en épocas de la “década infame”. Ingresó en la escuela técnica “Luis Huergo” y eligió la orientación de química. Pero los misterios de las fórmulas no lo sedujeron. “Rateadas” y falsificaciones en el boletín que duraron poco. No hubo reproches familiares pero sí una decisión consabida para la época: “si no estudias, a trabajar”.
Con quince años ingresó a una fábrica de Villa Lynch como tejedor de seda. Aprendió que era un rollo de hilo o el satén, como se cargaba una lanzadera, como se paraba un telar. Todo bajo la presión sistemática de su patrón, un façonnier. Aprendió rápido el oficio. Cuando llegaron unas máquinas nuevas que generaban el diseño, fue un experto enhebrador. Era su encuentro personal con la explotación y el salario flaco en el terreno donde se acaban las palabras y valen las acciones. Fue elegido secretario general de la comisión interna de una fábrica grande. Se afilió a la Federación Juvenil Comunista y colaboró en el periódico: “Nuestra palabra”. Debía encontrar un seudónimo para la firma. Es ese momento estaba leyendo un libro del colombiano José Eustacio Rivera y se le ocurrió unirlo con el nombre de su calle: Andrés Lamas.
De esa mixtura nació el apelativo por el que lo conocería todo el mundo: Andrés Rivera. Ya estaba casado con Reneé Dana, una militante comunista con quien tuvo dos hijos. En 1953 ingresó a la redacción de la revista “Plática” En 1956 hizo su debut literario con la novela El precio, narración del tránsito de las luchas obreras y el costo por enfrentar al poder, de las aspiraciones de los trabajadores argentinos, su búsqueda de identidad nacional, la ferocidad de la discusión ideológica, la justa demanda de dignidad y justicia social.
En 1959 publicó Los que no mueren, una novela que analiza la época inmediatamente anterior, sus defecciones, el resultado de la política de conciliación desde la óptica de un comunista y un llamado al retorno de la praxis revolucionaria para enfrentar la realidad. En simultáneo ingresó al mundo del cuento con: Sol de sábado, Cita y El yugo y la marcha
Trabajaba en la sección Gremiales de “La hora” con una delantera periodística de lujo: Ernesto Giúdice (jefe de redacción) y editores como Juan Gelman y Osvaldo Dragún (Internacionales), José Luis Mangieri (Cultura), Juan Carlos Portantiero y Roberto “Tito” Cossa (Nacionales). La defección del gobierno de Frondizi al programa acordado con el peronismo y una parte de la izquierda implicó una decepción y el enfrentamiento derivó en el cierre del medio. La década del ‘60 fue demoledora. La muerte de su hijo mayor, la expulsión del PC, la separación de su esposa, su distanciamiento con Gelman y Portantiero y un forzado silencio literario voluntario.
Se fue reponiendo con esfuerzo. Formó pareja con la docente y traductora Susana Fiorito (su gran influencia para amplificar su estilo literario) e ingresó a “El Cronista Comercial” que lo ayudó a mantenerse económicamente y a retomar la redacción cotidiana. Enseguida vino la dictadura. De terror. Estaba en la agenda de varios perseguidos. Regresó en 1982 con el libro de cuentos Una lectura de la historia y la novela Nada que perder, humor ácido y personajes complejos para describir la dura inserción de los obreros inmigrantes de origen judío en Argentina, su vida dura, sus aspiraciones, sus luchas. Esperanza y desilusión sin filtro.
Prosiguió con En esta dulce tierra, prosa tensionante que refleja la situación de un perseguido en el segundo gobierno rosista, la venganza por un romance trunco, el encierro, la acción aniquilante del poder, la derrota. En esa sintonía de rescritura y reflexión con nuestra historia publicó la exquisita novela breve “La revolución es un sueño eterno”, que fija su prosa en la figura de Juan José Castelli, el “orador de la Revolución de 1810” y su patético cáncer de lengua que le dificulta su defensa en el injusto juicio al que fue sometido. Una parábola para analizar el destino de los ideales y el contraste con la realidad y el uso de la memoria como un acto de resistencia activa. Luego publicó otras novelas breves duras, emblemáticas, directas como El amigo de Baudelaire, La sierva y El verdugo en el umbral.
Hasta que en 1996 publicó, quizás, su obra más famosa sobre uno de sus personajes más criticado que tituló El Farmer. Urdió una máscara literaria para introducirse en su voz y sus recuerdos. Un Rosas solitario, exiliado en Southampton y convertido en campesino que reflexiona sobre la Nación que reemplazó a su gobierno e interactúa con sus fantasmas: Sarmiento, Urquiza, Lavalle, Mitre, O’Gorman, Terrero, Pacheco, el primer ministro inglés Lord Palmerston. Las supuestas lealtades, las traiciones, la desmemoria. Su enojo visceral con el mundo que se avecinó, violento y antagónico, en su propia tierra. Un soliloquio profundo y amargo de un personaje central de la historia argentina. Un Rivera que luce su crítica desde el relato intimista, hondo y reflexivo de un Rosas despojado y dueño de una voz sufrida y furiosa.
Tiempo después publicó Ese Manco Paz, novela centrada en el militar unitario José María Paz pero contada a dos voces: la del propio Paz y la de su contrincante consuetudinario Juan Manuel de Rosas. Un repaso de esa etapa de la historia argentina preñada de violencia que Rivera ubica como el germen de la violencia política recurrente que nos acompaña hasta el presente. Una serie de recuerdos y contrapuntos y una visión de hasta dónde se entrelazan las historias personales y los acontecimientos nacionales, trágicos y reverberantes.
No se detuvo y escribió otras obras literarias hasta muy cerca de su muerte.
En 1995 se había mudado al barrio de Bella Vista, en Córdoba capital donde creó una biblioteca y estimuló a los chicos pobres de su barrio a leer y hacerse cinéfilos con funciones los viernes a la noche. Un obrero de la literatura y un empedernido difusor cultural sin concesiones.
Un escritor que convivió con sus seudónimos, Pablo Fontán y Arturo Reedson. Un escritor que hizo hablar a los olvidados, a los más humildes, a los trabajadores de los confines conurbanos y que dotó de una voz particular a personajes decisorios de nuestra historia como Castelli, Rosas, Paz. Un contador de relatos que nos acercaron de manera inusual a algunos de los “próceres”.
Enérgico, amante de la brevedad y la precisión literaria, estricto, narrador honesto, un ejemplo de los que viven como hablan, austero, generoso, de mirada escrutadora y respuestas directas, un perdedor con optimismo riguroso, sin pretensiones exageradas y sin quiebres en su andar.
Un integrante silencioso y vital de nuestra popular imaginaria!
Salú Andrés Rivera!

Ruben Ruiz
Secretario General 


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